La expresión es tan cierta como terrible: la gente ya no se pregunta ¿qué sigue?, sino ¿quién sigue?
El giro de la interrogante es comprensible. La barbarie criminal no tiene límite y avanza a ritmo de marcha. La violencia se ha desbordado, ha cambiado sus objetivos y ha intensificado su grado y medida así como su carácter. El gobierno emite el correspondiente pésame del día como si fuera el reporte del clima e, increíblemente, sostiene el discurso de que aquélla se recrudece porque el crimen está acorralado... pero la creciente cifra del ejecutómetro da escalofrío.
La respuesta a ¿qué sigue?, es obvia: la militarización de la vida civil y la barbarie bruta condecorada por la impunidad. La respuesta a ¿quién sigue?, es la incertidumbre. Salvo un golpe de suerte que llevara a la captura o la muerte de Joaquín "El Chapo" Guzmán y creara una circunstancia distinta, el destino del sexenio es la condena a sostener una guerra perdida y a tratar de entregar la administración aunque el país se le haya ido ya de las manos.
Ni caso tiene insistir en la crítica a la estrategia, el fracaso no tiene ya vuelta de hoja. Se quiere, ahora, compartir y repartir la derrota pidiendo opiniones como si se fueran a tomar en cuenta y se quiere simular el ajuste a partir de algunas acciones -combate al "lavado" de dinero- que, desde hace años, debieron tomarse en cuenta y se quiere hacer creer que la supuesta nueva estrategia no exige el cambio de estrategas. Los que fallaron pueden fallar de nuevo, su jefe los respalda como si hubieran hecho muy bien las cosas. ¿De quién es la culpa, quién es el responsable? De nadie o de todos, casi responden a coro.
Tanta es la indiferencia oficial al reclamo de que si no pueden, renuncien que, por el tiempo transcurrido sin atender la exigencia, hoy quien tendría que poner la renuncia sobre la mesa sería el propio presidente de la República. Pero como la sola mención de la idea escuece a "las buenas conciencias", a la ciudadanía no le resta más que asumir un hecho: el sexenio ha concluido, pero es menester esperar dos años en la incertidumbre para ver si la próxima administración puede hacer algo frente a la ruina de la República.
Y, entonces, como ya se sabe qué sigue, se pregunta: ¿quién sigue?
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La descalificación de quienes desde hace tiempo advertían que seguir por la ruta sexenal de la crisis económica o política, a la postre, llevaría a una crisis de crisis, hoy ya es insostenible: se vive ese momento.
La política y la economía no funcionan, crece el malestar social y, lo peor, el crimen trae encañonada a la República, obligándola a caminar de espaldas contra la pared. Eso no es vida. Lo grave, sin embargo, no es la barbarie ni la impunidad criminal, sino la incapacidad de la clase dirigente para tomar cabal conciencia de la circunstancia. Duele su indolencia y desespera su incapacidad.
A diferencia de otros sexenios que, desde la mentira, construían una ilusión, esta vez ni eso hubo. Desde su arranque fue una pesadilla. Por la razón o sinrazón que se quiera: esta administración arrancó mal y empeoró. Un año se fue en tratar de sostenerse, otro en emprender una reforma petrolera mal hecha, uno más en atemperar el golpe a la economía y la salud, y ahora la agenda corre por cuenta del crimen. Ni el engaño de la ilusión tuvo oportunidad.
Sobra la crítica a lo que no existe o esperar el informe de lo que no se pudo. La administración ya no se constituyó en gobierno. Por eso, el reclamo ciudadano debe reenfocar su batería sobre quienes, desde ahora, ya se ven redecorando Los Pinos y se miran en el espejo del televisor o la plaza pública como si aparecieran con la banda tricolor terciada al pecho.
Ahí es donde hay que apretar, desde ahora.
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La precipitación del juego sucesorio sólo tiene sentido si cumple con dos requisitos: uno, asegurar que, al debilitamiento del Estado de Derecho, no siga la vulneración de la democracia y, entonces, garantizar la elección del 2012; y, dos, reconstruir el entramado político y jurídico para que quien llegue a Los Pinos, quien quiera que sea, esté revestido de legalidad y legitimidad y tenga posibilidad de encabezar un gobierno.
Qué más da la cuidada imagen de Enrique Peña, los pasos de gato de Manlio Fabio Beltrones en la cornisa, la vanidad disfrazada de Andrés Manuel López Obrador, el esfuerzo de Marcelo Ebrard por proyectarse más allá de la capital, el anhelo escondido de Juan Ramón de la Fuente o el desfile de los enanitos albiazules. Qué más da eso si, ahora, cuando el desastre los convoca, rehúyen la posibilidad de sentarse para acordar entre ellos y sus partidos las condiciones básicas de competencia electoral y las decisiones políticas necesarias para darle margen de gobierno a quien herede la ruina de Los Pinos.
Acelerar la sucesión sin esa doble consideración es repetir la fórmula conocida para producir administraciones sin capacidad de gobierno e invitar a la ciudadanía a no contener más la rabia contra ese destino.
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Un sexenio tras otro, desde Gustavo Díaz Ordaz hasta Felipe Calderón, la ciudadanía ha visto un continuo desfile de crisis sexenales que arrancan ofreciendo estabilidad, el liderazgo del tercer mundo, la administración de la abundancia, el saneamiento de las finanzas públicas, el pase automático al primer mundo, la reestructura económica, la alternancia o el decálogo de la transformación y terminan recogiendo muertos, amarrándose a la silla, reconociendo problemas de caja, negando fraudes electorales, ignorando deudas políticas y, ahora, combinando todo ello: una crisis de crisis.
Evidentemente la administración calderonista no va a hacer en dos años lo que no pudo en cuatro y, entonces, es ahora cuando es preciso construir lo que se necesita, en vez de prometer el paraíso sin enganche.
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Si Enrique Peña, Manlio Fabio Beltrones, Andrés Manuel López Obrador, Marcelo Ebrard, Juan Ramón de la Fuente y los ponis albiazules quieren ver quién de ellos ocupa Los Pinos, deben empezar su campaña, pero no en el estilo acostumbrado: exhibiéndose sin compromiso, repitiendo la tonadilla aquélla de ya verán cuando yo sea, que tan bien dominan.
Esta vez no se trata, a su modo y estilo, de cuidar la imagen y nadar de muertito. Se trata de reconocer la descomposición del régimen y la degradación de la política para acordar básicos en torno al próximo concurso y al próximo gobierno. Se trata de reponer la esperanza a la ciudadanía que vive a la intemperie una guerra fallida, no puede más con la rabia contenida y se pregunta: ¿quién sigue?