16 mayo 2010

Rubén Moreira: El Tigre de Álica


Sábado 15 de mayo de 2010
En un periódico del occidente del país apareció esta descripción: “En cuatro años, más de mil habitantes de los cien mil a que asciende la población… han sido asesinados; más de dos mil familias saqueadas, la mayor parte de las haciendas y ranchos de ganado robados diariamente… las poblaciones importantes han caído en poder de los ladrones… inclusive (los pobladores de la ciudad más importante de la región) han vivido en constante alarma”.

Ésta, que puede ser una nota de tantas, apareció en un diario que circuló a mediados del siglo XIX y reseña la violencia que se vivía en aquellos años, en lo que hoy es Nayarit. La cita se encuentra en la novela Manuel Lozada, El Tigre de Álica del escritor, general y siempre rebelde Ireneo Paz.

Manuel Lozada está en la ruta de las novelas de Altamirano y Payno que relatan la dificultad que el Estado mexicano tenía para lograr el monopolio de la violencia, que describen zonas del país en manos de bandoleros y la imposibilidad de imponer en esos territorios la ley. En suma, un Estado fallido que en buena parte de su territorio no logra consolidarse.

Altamirano, en su novela El Zarco, tiene afanes pedagógicos y enseña que el bien triunfa siempre; que si alguien se aleja de la virtud, tarde o temprano sufre por ello, y claro que el esfuerzo es el mejor camino para la felicidad. Don Ireneo, con la independencia y la agudeza que heredara a su nieto, explora con destreza otros rumbos y describe la naturaleza y el actuar de un bandolero exitoso, los inicios de un transgresor de la ley, la ferocidad, la violencia de su conducta y, sobre todo, la capacidad sobresaliente para adecuarse a las exigencias del momento. Para el novelista no es ajena la relación que se establece entre el delincuente y los poderes político y económico.

A Lozada se le trata de combatir con la fuerza del Ejército y rápidamente incorpora a su banda conocedores de la táctica militar. Se envían en su contra tropas con el armamento más moderno de la época y en poco tiempo los enfrenta con uno similar que incluye piezas de artillería. Lozada se escabulle, aprende de sus adversarios, muta, conoce el terreno y, en muchas ocasiones, sacia su ira descuartizando a quienes derrota. Lozada substituye al Estado e imparte justicia, se une a los conservadores, apoya a Maximiliano y en su momento lo abandona. Lozada después de más de tres lustros de guerrear cae preso y es muerto, no sin antes tratar de sobornar a sus captores.

La paz no llegó con la muerte del bandolero conservador, don Ireneo relata: “Entonces sucedió algo muy diferente de lo que se esperaba. Al difundirse por la Sierra la noticia del fusilamiento de Lozada, lejos de que se transmitiera también el terror, se levantaron una infinidad de gavillas… No pretendían éstas vengar a la sangre de su caudillo, sino sustituirlo en el poder. Habían visto… que se había levantado de la nada hasta ser general, hasta llegar a disponer de riquezas… y mandar a miles”.

La historia mexicana del siglo XIX descubre lo que de vez en cuando sucede a las sociedades: la violencia llega a un punto que no tiene retroceso… cuando menos por un buen tiempo, sobre todo si se insiste en estrategias equivocadas para combatirla.

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